FRIEDRICH
NIETZSCHE
Sobre verdad y mentira en sentido
extramoral
1
En algún
apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables
sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes
inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la
"Historia Universal": pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras
breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes
hubieron de perecer. Alguien podría inventar una fábula semejante pero, con
todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y
caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el
intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no
existía; cuando de nuevo se acabe todo para él no habrá sucedido nada, puesto
que para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de
la vida humana. No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma
tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero, si
pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también ella
navega por el aire poseída de ese mismo pathos, y se siente el
centro volante de este mundo. Nada hay en la naturaleza, por despreciable e
insignificante que sea, que, al más pequeño soplo de aquel poder del conocimiento,
no se infle inmediatamente como un odre; y del mismo modo que cualquier mozo de
cuerda quiere tener su admirador, el más soberbio de los hombres, el filósofo,
está completamente convencido de que, desde todas partes, los ojos del universo
tienen telescópicamente puesta su mirada en sus obras y pensamientos.
Es digno
de nota que sea el intelecto quien así obre, él que, sin embargo, sólo ha sido
añadido precisamente como un recurso de los seres más infelices, delicados y efímeros,
para conservarlos un minuto en la existencia, de la cual, por el contrario, sin
ese aditamento tendrían toda clase de motivos para huir tan rápidamente como el
hijo de Lessing. Ese orgullo, ligado al conocimiento y a la sensación, niebla
cegadora colocada sobre los ojos y los sentidos de los hombres, los hace
engañarse sobre el valor de la existencia, puesto que aquél proporciona la más
aduladora valoración sobre el conocimiento mismo. Su efecto más general es el
engaño -- pero también los efectos más particulares llevan consigo algo del
mismo carácter --.
El
intelecto, como medio de conservación del individuo, desarrolla sus fuerzas
principales fingiendo, puesto que éste es el medio, merced al cual sobreviven
los individuos débiles y poco robustos, como aquellos a quienes les ha sido
negado servirse, en la lucha por la existencia, de cuernos, o de la afilada
dentadura del animal de rapiña. En los hombres alcanza su punto culminante este
arte de fingir; aquí el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la
murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el
convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno mismo,
en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la vanidad es
hasta tal punto regla y ley, que apenas hay nada tan inconcebible como el hecho
de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura
hacia la verdad. Se encuentran profundamente sumergidos en ilusiones y
ensueños; su mirada se limita a deslizarse sobre la superficie de las cosas y
percibe "formas", su sensación no conduce en ningún caso a la verdad,
sino que se contenta con recibir estímulos, como si jugase a tantear el dorso
de las cosas. Además, durante toda una vida, el hombre se deja engañar por la
noche en el sueño, sin que su sentido moral haya tratado nunca de impedirlo,
mientras que parece que ha habido hombres que, a fuerza de voluntad, han
conseguido eliminar los ronquidos. En realidad, ¿qué sabe el hombre de sí mismo?
¿Sería capaz de percibirse a sí mismo, aunque sólo fuese por una vez, como si
estuviese tendido en una vitrina iluminada? ¿Acaso no le oculta la naturaleza
la mayor parte de las cosas, incluso su propio cuerpo, de modo que, al margen
de las circunvoluciones de sus intestinos, del rápido flujo de su circulación
sanguínea, de las complejas vibraciones de sus fibras, quede desterrado y
enredado en una conciencia soberbia e ilusa? Ella ha tirado la llave, y ¡ay de
la funesta curiosidad que pudiese mirar fuera a través de una hendidura del
cuarto de la conciencia y vislumbrase entonces que el hombre descansa sobre la
crueldad, la codicia, la insaciabilidad, el asesinato, en la indiferencia de su
ignorancia y, por así decirlo, pendiente en sus sueños del lomo de un tigre!
¿De dónde procede en el mundo entero, en esta constelación, el impulso hacia la
verdad?
En un
estado natural de las cosas, el individuo, en la medida en que se quiere mantener
frente a los demás individuos, utiliza el intelecto y la mayor parte de las
veces solamente para fingir, pero, puesto que el hombre, tanto por la necesidad
como por hastío, desea existir en sociedad y gregariamente, precisa de un
tratado de paz y, de acuerdo con este, procura que, al menos, desaparezca de su
mundo el más grande bellum omnium contra omnes. Este tratado de paz
conlleva algo que promete ser el primer paso para la consecución de ese
misterioso impulso hacia la verdad. En este mismo momento se fija lo que a
partir de entonces ha de ser "verdad", es decir, se ha inventado una
designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria, y el poder
legislativo del lenguaje proporciona también las primeras leyes de verdad, pues
aquí se origina por primera vez el contraste entre verdad y mentira. El
mentiroso utiliza las designaciones válidas, las palabras, para hacer aparecer
lo irreal como real; dice, por ejemplo, "soy rico" cuando la
designación correcta para su estado sería justamente "pobre". Abusa
de las convenciones consolidadas haciendo cambios discrecionales, cuando no
invirtiendo los nombres. Si hace esto de manera interesada y que además
ocasione perjuicios, la sociedad no confiará ya más en él y, por este motivo,
lo expulsará de su seno. Por eso los hombres no huyen tanto de ser engañados
como de ser perjudicados mediante el engaño; en este estadio tampoco detestan
en rigor el embuste, sino las consecuencias perniciosas, hostiles, de ciertas
clases de embustes. El hombre nada más que desea la verdad en un sentido
análogamente limitado: ansía las consecuencias agradables de la verdad,
aquellas que mantienen la vida; es indiferente al conocimiento puro y sin consecuencias
e incluso hostil frente a las verdades susceptibles de efectos perjudiciales o
destructivos. Y, además, ¿qué sucede con esas convenciones del lenguaje? ¿Son
quizá productos del conocimiento, del sentido de la verdad? ¿Concuerdan las
designaciones y las cosas? ¿Es el lenguaje la expresión adecuada de todas las
realidades?
Solamente
mediante el olvido puede el hombre alguna vez llegar a imaginarse que está en
posesión de una "verdad" en el grado que se acaba de señalar. Si no
se contenta con la verdad en forma de tautología, es decir, con conchas vacías,
entonces trocará continuamente ilusiones por verdades. ¿Qué es una palabra? La
reproducción en sonidos de un impulso nervioso. Pero inferir además a partir
del impulso nervioso la existencia de una causa fuera de nosotros, es ya el
resultado de un uso falso e injustificado del principio de razón. ¿Cómo
podríamos decir legítimamente, si la verdad fuese lo único decisivo en la
génesis del lenguaje, si el punto de vista de la certeza lo fuese también
respecto a las designaciones, cómo, no obstante, podríamos decir legítimamente:
la piedra es dura, como si además captásemos lo "duro" de otra manera
y no solamente como una excitación completamente subjetiva? Dividimos las cosas
en géneros, caracterizamos el árbol como masculino y la planta como femenino:
¡qué extrapolación tan arbitraria! ¡A qué altura volamos por encima del canon
de la certeza! Hablamos de una "serpiente": la designación cubre
solamente el hecho de retorcerse; podría, por tanto, atribuírsele también al
gusano. ¡Qué arbitrariedad en las delimitaciones! ¡Qué parcialidad en las
preferencias, unas veces de una propiedad de una cosa, otras veces de otra! Los
diferentes lenguajes, comparados unos con otros, ponen en evidencia que con las
palabras jamás se llega a la verdad ni a una expresión adecuada pues, en caso
contrario, no habría tantos lenguajes. La "cosa en sí" (esto sería
justamente la verdad pura, sin consecuencias) es totalmente inalcanzable y no
es deseable en absoluto para el creador del lenguaje. Éste se limita a designar
las relaciones de las cosas con respecto a los hombres y para expresarlas apela
a las metáforas más audaces. En primer lugar, ¡un impulso nervioso extrapolado
en una imagen! Primera metáfora. ¡La imagen transformada de nuevo en un sonido!
Segunda metáfora. Y, en cada caso, un salto total desde una esfera a otra
completamente distinta. Se podría pensar en un hombre que fuese completamente
sordo y jamás hubiera tenido ninguna sensación sonora ni musical; del mismo
modo que un hombre de estas características se queda atónito ante las figuras
acústicas de Chladni en la arena, descubre su causa en las vibraciones de la cuerda
y jurará entonces que, en adelante, no se puede ignorar lo que los hombres
llaman "sonido", así nos sucede a todos nosotros con el lenguaje.
Creemos saber algo de las cosas mismas cuando hablamos de árboles, colores,
nieve y flores y no poseemos, sin embargo, más que metáforas de las cosas que
no corresponden en absoluto a las esencias primitivas. Del mismo modo que el
sonido configurado en la arena, la enigmática x de la cosa en sí se presenta en
principio como impulso nervioso, después como figura, finalmente como sonido.
Por tanto, en cualquier caso, el origen del lenguaje no sigue un proceso
lógico, y todo el material sobre el que, y a partir del cual, trabaja y
construye el hombre de la verdad, el investigador, el filósofo, procede, si no
de las nubes, en ningún caso de la esencia de las cosas.
Pero
pensemos especialmente en la formación de los conceptos. Toda palabra se
convierte de manera inmediata en concepto en tanto que justamente no ha de
servir para la experiencia singular y completamente individualizada a la que
debe su origen, por ejemplo, como recuerdo, sino que debe encajar al mismo
tiempo con innumerables experiencias, por así decirlo, más o menos similares,
jamás idénticas estrictamente hablando; en suma, con casos puramente diferentes.
Todo concepto se forma por equiparación de casos no iguales. Del mismo modo que
es cierto que una hoja no es igual a otra, también es cierto que el concepto
hoja se ha formado al abandonar de manera arbitraria esas diferencias
individuales, al olvidar las notas distintivas, con lo cual se suscita entonces
la representación, como si en la naturaleza hubiese algo separado de las hojas
que fuese la "hoja", una especie de arquetipo primigenio a partir del
cual todas las hojas habrían sido tejidas, diseñadas, calibradas, coloreadas,
onduladas, pintadas, pero por manos tan torpes, que ningún ejemplar resultase
ser correcto y fidedigno como copia fiel del arquetipo. Decimos que un hombre
es "honesto". ¿Por qué ha obrado hoy tan honestamente?, preguntamos.
Nuestra respuesta suele ser así: a causa de su honestidad. ¡La honestidad! Esto
significa a su vez: la hoja es la causa de las hojas. Ciertamente no sabemos
nada en absoluto de una cualidad esencial, denominada "honestidad",
pero sí de una serie numerosa de acciones individuales, por lo tanto desemejantes,
que igualamos olvidando las desemejanzas, y, entonces, las denominamos acciones
honestas; al final formulamos a partir de ellas una qualitas occulta con
el nombre de "honestidad".
La
omisión de lo individual y de lo real nos proporciona el concepto del mismo
modo que también nos proporciona la forma, mientras que la naturaleza no conoce
formas ni conceptos, así como tampoco ningún tipo de géneros, sino solamente
una x que es para nosotros inaccesible e indefinible. También la oposición que
hacemos entre individuo y especie es antropomórfica y no procede de la esencia
de las cosas, aun cuando tampoco nos aventuramos a decir que no le corresponde:
en efecto, sería una afirmación dogmática y, en cuanto tal, tan demostrable
como su contraria.
¿Qué es
entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias,
antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han
sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después
de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las
verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se
han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su
troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal.
No
sabemos todavía de dónde procede el impulso hacia la verdad, pues hasta ahora
solamente hemos prestado atención al compromiso que la sociedad establece para
existir: ser veraz, es decir, utilizar las metáforas usuales; por tanto,
solamente hemos prestado atención, dicho en términos morales, al compromiso de
mentir de acuerdo con una convención firme, mentir borreguilmente, de acuerdo
con un estilo vinculante para todos. Ciertamente, el hombre se olvida de que su
situación es ésta; por tanto, miente de la manera señalada inconscientemente y
en virtud de hábitos seculares --y precisamente en virtud de esta
inconsciencia, precisamente en virtud de este olvido, adquiere el sentimiento
de la verdad--. A partir del sentimiento de estar comprometido a designar una
cosa como "roja", otra como "fría" y una tercera como
"muda", se despierta un movimiento moral hacia la verdad; a partir
del contraste del mentiroso, en quien nadie confía y a quien todo el mundo excluye,
el hombre se demuestra a sí mismo lo honesto, lo fiable y lo provechoso de la
verdad. En ese instante, el hombre pone sus actos como ser racional bajo el
dominio de las abstracciones; ya no tolera más el ser arrastrado por las
impresiones repentinas, por las intuiciones; generaliza en primer lugar todas
esas impresiones en conceptos más descoloridos, más fríos, para uncirlos al
carro de su vida y de su acción. Todo lo que eleva al hombre por encima del animal
depende de esa capacidad de volatilizar las metáforas intuitivas en un esquema;
en suma, de la capacidad de disolver una figura en un concepto. En el ámbito de
esos esquemas es posible algo que jamás podría conseguirse bajo las primitivas
impresiones intuitivas: construir un orden piramidal por castas y grados;
instituir un mundo nuevo de leyes, privilegios, subordinaciones y
delimitaciones, que ahora se contrapone al otro mundo de las primitivas
impresiones intuitivas como lo más firme, lo más general, lo mejor conocido y
lo más humano y, por tanto, como una instancia reguladora e imperativa.
Mientras que toda metáfora intuitiva es individual y no tiene otra idéntica y,
por tanto, sabe siempre ponerse a salvo de toda clasificación, el gran edificio
de los conceptos ostenta la rígida regularidad de un columbarium
romano e insufla en la lógica el rigor y la frialdad peculiares de la
matemática. Aquel a quien envuelve el hálito de esa frialdad, se resiste a
creer que también el concepto, óseo y octogonal como un dado y, como tal,
versátil, no sea más que el residuo de una metáfora, y que la ilusión de la
extrapolación artística de un impulso nervioso en imágenes es, si no la madre,
sí sin embargo la abuela de cualquier concepto. Ahora bien, dentro de ese juego
de dados de los conceptos se denomina "verdad" al uso de cada dado
según su designación; contar exactamente sus puntos, formar las clasificaciones
correctas y no violar en ningún caso el orden de las castas ni la sucesión
jerárquica. Así como los romanos y los etruscos dividían el cielo mediante rígidas
líneas matemáticas y conjuraban en ese espacio así delimitado, como en un templum,
a un dios, cada pueblo tiene sobre él un cielo conceptual semejante
matemáticamente repartido y en esas circunstancias entiende por mor de la
verdad, que todo dios conceptual ha de buscarse solamente en su propia esfera.
Cabe admirar en este caso al hombre como poderoso genio constructor, que
acierta a levantar sobre cimientos inestables y, por así decirlo, sobre agua en
movimiento una catedral de conceptos infinitamente compleja: ciertamente, para
encontrar apoyo en tales cimientos debe tratarse de un edificio hecho como de
telarañas, suficientemente liviano para ser transportado por las olas,
suficientemente firme para no desintegrarse ante cualquier soplo de viento.
Como genio de la arquitectura el hombre se eleva muy por encima de la abeja:
ésta construye con la cera que recoge de la naturaleza; aquél, con la materia
bastante más delicada de los conceptos que, desde el principio, tiene que
fabricar por sí mismo. Aquí él es acreedor de admiración profunda --pero no
ciertamente por su inclinación a la verdad, al conocimiento puro de las
cosas--. Si alguien esconde una cosa detrás de un matorral, a continuación la
busca en ese mismo sitio y, además, la encuentra, no hay mucho de qué
vanagloriarse en esa búsqueda y ese descubrimiento; sin embargo, esto es lo que
sucede con la búsqueda y descubrimiento de la "verdad" dentro del
recinto de la razón. Si doy la definición de mamífero y a continuación, después
de haber examinado un camello, declaro: "he aquí un mamífero", no
cabe duda que con ello se ha traído a la luz una nueva verdad, pero es de valor
limitado; quiero decir; es antropomórfica de cabo a rabo y no contiene un solo
punto que sea "verdadero en sí", real y universal, prescindiendo de
los hombres. El que busca tales verdades en el fondo solamente busca la
metamorfosis del mundo en los hombres; aspira a una comprensión del mundo en
tanto que cosa humanizada y consigue, en el mejor de los casos, el sentimiento
de una asimilación. Del mismo modo que el astrólogo considera a las estrellas
al servicio de los hombres y en conexión con su felicidad y con su desgracia,
así también un investigador tal considera que el mundo en su totalidad está
ligado a los hombres; como el eco infinitamente repetido de un sonido original,
el hombre; como la imagen multiplicada de un arquetipo, el hombre. Su
procedimiento consiste en tomar al hombre como medida de todas las cosas; pero
entonces parte del error de creer que tiene estas cosas ante sí de manera
inmediata, como objetos puros. Por tanto, olvida que las metáforas intuitivas
originales no son más que metáforas y las toma por las cosas mismas.
Sólo
mediante el olvido de este mundo primitivo de metáforas, sólo mediante el endurecimiento
y petrificación de un fogoso torrente primordial compuesto por una masa de imágenes
que surgen de la capacidad originaria de la fantasía humana, sólo mediante la
invencible creencia en que este sol, esta ventana, esta mesa son una verdad en
sí, en resumen: gracias solamente al hecho de que el hombre se olvida de sí
mismo como sujeto y, por cierto, como sujeto artísticamente creador, vive con
cierta calma, seguridad y consecuencia; si pudiera salir, aunque sólo fuese un
instante, fuera de los muros de esa creencia que lo tiene prisionero, se
terminaría en el acto su "conciencia de sí mismo". Le cuesta trabajo
reconocer ante sí mismo que el insecto o el pájaro perciben otro mundo
completamente diferente al del hombre y que la cuestión de cuál de las dos percepciones
del mundo es la correcta carece totalmente de sentido, ya que para decidir
sobre ello tendríamos que medir con la medida de la percepción correcta, es
decir, con una medida de la que no se dispone. Pero, por lo demás, la
"percepción correcta" --es decir, la expresión adecuada de un objeto
en el sujeto-- me parece un absurdo lleno de contradicciones, puesto que entre
dos esferas absolutamente distintas, como lo son el sujeto y el objeto, no hay
ninguna causalidad, ninguna exactitud, ninguna expresión, sino, a lo sumo, una
conducta estética, quiero decir: un extrapolar alusivo, un traducir balbuciente
a un lenguaje completamente extraño, para lo que, en todo caso, se necesita una
esfera intermedia y una fuerza mediadora, libres ambas para poetizar e inventar.
La palabra "fenómeno" encierra muchas seducciones, por lo que, en lo
posible, procuro evitarla, puesto que no es cierto que la esencia de las cosas
se manifieste en el mundo empírico. Un pintor que careciese de manos y quisiera
expresar por medio del canto el cuadro que ha concebido, revelará siempre, en
ese paso de una esfera a otra, mucho más sobre la esencia de las cosas que en
el mundo empírico. La misma relación de un impulso nervioso con la imagen
producida no es, en sí, necesaria; pero cuando la misma imagen se ha producido
millones de veces y se ha transmitido hereditariamente a través de muchas
generaciones de hombres, apareciendo finalmente en toda la humanidad como consecuencia
cada vez del mismo motivo, acaba por llegar a tener para el hombre el mismo
significado que si fuese la única imagen necesaria, como si la relación del
impulso nervioso original con la imagen producida fuese una relación de
causalidad estricta; del mismo modo que un sueño eternamente repetido sería
percibido y juzgado como algo absolutamente real. Pero el endurecimiento y la
petrificación de una metáfora no garantizan para nada en absoluto la necesidad
y la legitimación exclusiva de esta metáfora.
Sin duda,
todo hombre que esté familiarizado con tales consideraciones ha sentido una profunda
desconfianza hacia todo idealismo de este tipo, cada vez que se ha convencido
con la claridad necesaria de la consecuencia, ubicuidad e infalibilidad de las
leyes de la naturaleza; y ha sacado esta conclusión: aquí, cuanto alcanzamos en
las alturas del mundo telescópico y en los abismos del mundo microscópico, todo
es tan seguro, tan elaborado, tan infinito, tan regular, tan exento de lagunas;
la ciencia cavará eternamente con éxito en estos pozos, y todo lo que encuentre
habrá de concordar entre sí y no se contradirá. Qué poco se asemeja esto a un
producto de la imaginación; si lo fuese, tendría que quedar al descubierto en
alguna parte de la apariencia y la irrealidad. Al contrario, cabe decir por lo
pronto que, si cada uno de nosotros tuviese una percepción sensorial diferente,
podríamos percibir unas veces como pájaros, otras como gusanos, otras como
plantas, o si alguno de nosotros viese el mismo estímulo como rojo, otro como
azul e incluso un tercero lo percibiese como un sonido, entonces nadie hablaría
de tal regularidad de la naturaleza, sino que solamente se la concebiría como
una creación altamente subjetiva. Entonces, ¿qué es, en suma, para nosotros una
ley de la naturaleza? No nos es conocida en sí, sino solamente por sus efectos,
es decir, en sus relaciones con otras leyes de la naturaleza que, a su vez,
sólo nos son conocidas como sumas de relaciones. Por consiguiente, todas esas
relaciones no hacen más que remitir continuamente unas a otras y nos resultan
completamente incomprensibles en su esencia; en realidad sólo conocemos de
ellas lo que nosotros aportamos: el tiempo, el espacio, por tanto las
relaciones de sucesión y los números. Pero todo lo maravilloso, lo que precisamente
nos asombra de las leyes de la naturaleza, lo que reclama nuestra explicación y
lo que podría introducir en nosotros la desconfianza respecto al idealismo,
reside única y exclusivamente en el rigor matemático y en la inviolabilidad de
las representaciones del espacio y del tiempo. Sin embargo, esas nociones las
producimos en nosotros y a partir de nosotros con la misma necesidad que la
araña teje su tela; si estamos obligados a concebir todas las cosas solamente
bajo esas formas, entonces no es ninguna maravilla el que, a decir verdad, sólo
captemos en todas las cosas precisamente esas formas, puesto que todas ellas
deben llevar consigo las leyes del número, y el número es precisamente lo más
asombroso de las cosas. Toda la regularidad de las órbitas de los astros y de
los procesos químicos, regularidad que tanto respeto nos infunde, coincide en
el fondo con aquellas propiedades que nosotros introducimos en las cosas, de
modo que, con esto, nos infundimos respeto a nosotros mismos. En efecto, de
aquí resulta que esta producción artística de metáforas con la que comienza en
nosotros toda percepción, supone ya esas formas y, por tanto, se realizará en
ellas; sólo por la sólida persistencia de esas formas primigenias resulta
posible explicar el que más tarde haya podido construirse sobre las metáforas mismas
el edificio de los conceptos. Este edificio es, efectivamente, una imitación,
sobre la base de las metáforas, de las relaciones de espacio, tiempo y número.
2
Como
hemos visto, en la construcción de los conceptos trabaja originariamente el
lenguaje; más tarde la ciencia. Así como la abeja construye las celdas y,
simultáneamente, las rellena de miel, del mismo modo la ciencia trabaja
inconteniblemente en ese gran columbarium de los conceptos, necrópolis de las
intuiciones; construye sin cesar nuevas y más elevadas plantas, apuntala, limpia
y renueva las celdas viejas y, sobre todo, se esfuerza en llenar ese colosal
andamiaje que desmesuradamente ha apilado y en ordenar dentro de él todo el
mundo empírico, es decir, el mundo antropomórfico. Si ya el hombre de acción
ata su vida a la razón y a los conceptos para no verse arrastrado y no perderse
a sí mismo, el investigador construye su choza junto a la torre de la ciencia para
que pueda servirle de ayuda y encontrar él mismo protección bajo ese baluarte
ya existente. De hecho necesita protección, puesto que existen fuerzas
terribles que constantemente le amenazan y que oponen a la verdad científica
"verdades" de un tipo completamente diferente con las más diversas
etiquetas.
Ese
impulso hacia la construcción de metáforas, ese impulso fundamental del hombre
del que no se puede prescindir ni un solo instante, pues si así se hiciese se
prescindiría del hombre mismo, no queda en verdad sujeto y apenas si domado por
el hecho de que con sus evanescentes productos, los conceptos, resulta
construido un nuevo mundo regular y rígido que le sirve de fortaleza. Busca un
nuevo campo para su actividad y otro cauce y lo encuentra en el mito y, sobre
todo, en el arte. Confunde sin cesar las rúbricas y las celdas de los conceptos
introduciendo de esta manera nuevas extrapolaciones, metáforas y metonimias;
continuamente muestra el afán de configurar el mundo existente del hombre
despierto, haciéndolo tan abigarradamente irregular, tan inconsecuente, tan
inconexo, tan encantador y eternamente nuevo, como lo es el mundo de los
sueños. En sí, ciertamente, el hombre despierto solamente adquiere conciencia
de que está despierto por medio del rígido y regular tejido de los conceptos y,
justamente por eso, cuando en alguna ocasión un tejido de conceptos es
desgarrado de repente por el arte llega a creer que sueña. Tenía razón Pascal
cuando afirmaba que, si todas las noches nos sobreviniese el mismo sueño, nos
ocuparíamos tanto de él como de las cosas que vemos cada día: "Si un
artesano estuviese seguro de que sueña cada noche, durante doce horas
completas, que es rey, creo --dice Pascal-- que sería tan dichoso como un rey
que soñase todas las noches durante doce horas que es artesano". La diurna
vigilia de un pueblo míticamente excitado, como el de los antiguos griegos, es,
de hecho, merced al milagro que se opera de continuo, tal y como el mito
supone, más parecida al sueño que a la vigilia del pensador científicamente
desilusionado. Si cada árbol puede hablar como una ninfa, o si un dios, bajo la
apariencia de un toro, puede raptar doncellas, si de pronto la misma diosa
Atenea puede ser vista en compañía de Pisístrato recorriendo las plazas de
Atenas en un hermoso tiro --y esto el honrado ateniense lo creía--, entonces,
en cada momento, como en sueños, todo es posible y la naturaleza entera revolotea
alrededor del hombre como si solamente se tratase de una mascarada de los
dioses, para quienes no constituiría más que una broma el engañar a los hombres
bajo todas las figuras.
Pero el
hombre mismo tiene una invencible inclinación a dejarse engañar y está como
hechizado por la felicidad cuando el rapsoda le narra cuentos épicos como si
fuesen verdades, o cuando en una obra de teatro el cómico, haciendo el papel de
rey, actúa más regiamente que un rey en la realidad. El intelecto, ese maestro
del fingir, se encuentra libre y relevado de su esclavitud habitual tanto
tiempo como puede engañar sin causar daño, y en esos momentos celebra sus Saturnales.
Jamás es tan exuberante, tan rico, tan soberbio, tan ágil y tan audaz: poseído
de placer creador, arroja las metáforas sin orden alguno y remueve los mojones
de las abstracciones de tal manera que, por ejemplo, designa el río como el
camino en movimiento que lleva al hombre allí donde habitualmente va. Ahora ha
arrojado de sí el signo de la servidumbre; mientras que antes se esforzaba con
triste solicitud en mostrar el camino y las herramientas a un pobre individuo
que ansía la existencia y se lanza, como un siervo, en buscar de presa y botín
para su señor, ahora se ha convertido en señor y puede borrar de su semblante
la expresión de indigencia. Todo lo que él hace ahora conlleva, en comparación
con sus acciones anteriores, el fingimiento, lo mismo que las anteriores conllevaban
la distorsión. Copia la vida del hombre, pero la toma como una cosa buena y parece
darse por satisfecho con ella. Ese enorme entramado y andamiaje de los
conceptos al que de por vida se aferra el hombre indigente para salvarse, es
solamente un armazón para el intelecto liberado y un juguete para sus más
audaces obras de arte y, cuando lo destruye, lo mezcla desordenadamente y lo
vuelve a juntar irónicamente, uniendo lo más diverso y separando lo más afín,
pone de manifiesto que no necesita de aquellos recursos de la indigencia y que
ahora no se guía por conceptos, sino por intuiciones. No existe ningún camino
regular que conduzca desde esas intuiciones a la región de los esquemas
espectrales, las abstracciones; la palabra no está hecha para ellas, el hombre
enmudece al verlas o habla en metáforas rigurosamente prohibidas o mediante
concatenaciones conceptuales jamás oídas, para corresponder de un modo creador,
aunque sólo sea mediante la destrucción y el escarnio de los antiguos límites
conceptuales, a la impresión de la poderosa intuición actual.
Hay
períodos en los que el hombre racional y el hombre intuitivo caminan juntos; el
uno angustiado ante la intuición, el otro mofándose de la abstracción; es tan
irracional el último como poco artístico el primero. Ambos ansían dominar la
vida: éste sabiendo afrontar las necesidades más imperiosas mediante previsión,
prudencia y regularidad; aquél sin ver, como "héroe desbordante de
alegría", esas necesidades y tomando como real solamente la vida
disfrazada de apariencia y belleza. Allí donde el hombre intuitivo, como en la
Grecia antigua, maneja sus armas de manera más potente y victoriosa que su
adversario, puede, si las circunstancias son favorables, configurar una cultura
y establecer el dominio del arte sobre la vida; ese fingir, ese rechazo de la
indigencia, ese brillo de las intuiciones metafóricas y, en suma, esa
inmediatez del engaño acompañan todas las manifestaciones de una vida de esa
especie. Ni la casa, ni el paso, ni la indumentaria, ni la tinaja de barro
descubren que ha sido la necesidad la que los ha concebido: parece como si en
todos ellos hubiera de expresarse una felicidad sublime y una serenidad
olímpica y, en cierto modo, un juego con la seriedad. Mientras que el hombre
guiado por conceptos y abstracciones solamente conjura la desgracia mediante
ellas, sin extraer de las abstracciones mismas algún tipo de felicidad;
mientras que aspira a liberarse de los dolores lo más posible, el hombre
intuitivo, aposentado en medio de una cultura, consigue ya, gracias a sus
intuiciones, además de conjurar los males, un flujo constante de claridad,
animación y liberación. Es cierto que sufre con más vehemencia cuando sufre;
incluso sufre más a menudo porque no sabe aprender de la experiencia y tropieza
una y otra vez en la misma piedra en la que ya ha tropezado anteriormente. Es
tan irracional en el sufrimiento como en la felicidad, se desgañita y no
encuentra consuelo. ¡Cuán distintamente se comporta el hombre estoico ante las
mismas desgracias, instruido por la experiencia y autocontrolado a través de
los conceptos! Él, que sólo busca habitualmente sinceridad, verdad, emanciparse
de los engaños y protegerse de las incursiones seductoras, representa ahora, en
la desgracia, como aquél, en la felicidad, la obra maestra del fingimiento; no
presenta un rostro humano, palpitante y expresivo, sino una especie de máscara
de facciones dignas y proporcionadas; no grita y ni siquiera altera su voz;
cuando todo un nublado descarga sobre él, se envuelve en su manto y se marcha
caminando lentamente bajo la tormenta.